lunes, 7 de enero de 2008

Ilustra un artículo II

¿Piensan los jóvenes?

Autor: Jaime Nubiola
Profesor de FilosofíaUniversidad de Navarra
Fecha: 20 de noviembre de 2007

Publicado en: La Gaceta de los Negocios (Madrid)


La impresión prácticamente unánime de quienes convivimos a diario
con jóvenes es que, en su mayor parte, han renunciado a pensar por
su cuenta y riesgo. Por este motivo aspiro a que mis clases sean una
invitación a pensar, aunque no siempre lo consiga. En este sentido,
adopté hace algunos años como lema de mis cursos unas palabras de
Ludwig Wittgenstein en el prólogo de sus Philosophical
Investigations en las que afirmaba que "no querría con mi libro
ahorrarles a otros el pensar, sino, si fuera posible, estimularles
a tener pensamientos propios".
Con toda seguridad este es el permanente ideal de todos los que nos
dedicamos a la enseñanza, al menos en los niveles superiores. Sin
embargo, la experiencia habitual nos muestra que la mayor parte de
los jóvenes no desea tener pensamientos propios, porque están
persuadidos de que eso genera problemas. "Quien piensa se raya"
-dicen en su jerga-, o al menos corre el peligro de rayarse y, por
consiguiente, de distanciarse de los demás. Muchos recuerdan
incluso que en las ocasiones en que se propusieron pensar
experimentaron el sufrimiento o la soledad y están ahora
escarmentados. No merece la pena pensar -vienen a decir- si
requiere tanto esfuerzo, causa angustia y, a fin de cuentas, separa
de los demás. Más vale vivir al día, divertirse lo que uno pueda y ya
está.
En consonancia con esta actitud, el estilo de vida juvenil es
notoriamente superficial y efímero; es enemigo de todo
compromiso. Los jóvenes no quieren pensar porque el pensamiento
-por ejemplo, sobre las graves injusticias que atraviesan nuestra
cultura- exige siempre una respuesta personal, un compromiso que
sólo en contadas ocasiones están dispuestos a asumir. No queda ya
ni rastro de aquellos ingenuos ideales de la revolución
sesentayochista de sus padres y de los mayores de cincuenta
años. "Ni quiero una chaqueta para toda la vida -escribía una valiosa
estudiante de Comunicación en su blog- ni quiero un mueble para
toda la vida, ni nada para toda la vida. Ahora mismo decir toda la
vida me parece decir demasiado. Si esto sólo me pasa a mí, el
problema es mío. Pero si este es un sentimiento generalizado
tenemos un nuevo problema en la sociedad que se refleja en cada
una de nuestras acciones. No queremos compromiso con
absolutamente nada. Consumimos relaciones de calada en calada,
decimos "te quiero" demasiado rápido: la primera discusión y
enseguida la relación ha terminado. Nos da miedo comprometernos,
nos da miedo la responsabilidad de tener que cuidar a alguien de por
vida, por no hablar de querer para toda la vida".
El temor al compromiso de toda una generación que se refugia en la
superficialidad, me parece algo tremendamente peligroso. No puede
menos que venir a la memoria el lúcido análisis de Hannah Arendt
sobre el mal. En una carta de marzo de 1952 a su maestro Karl
Jaspers escribía que "el mal radical tiene que ver de alguna manera
con el hacer que los seres humanos sean superfluos en cuanto seres
humanos". Esto sucede -explicaba Arendt- cuando queda eliminada
toda espontaneidad, cuando los individuos concretos y su capacidad
creativa de pensar resultan superfluos. Superficialidad y
superfluidad -añado yo- vienen a ser en última instancia lo mismo:
quienes desean vivir sólo superficialmente acaban llevando una vida
del todo superflua, una vida que está de más y que, por eso mismo,
resulta a la larga nociva, insatisfactoria e inhumana.
De hecho, puede decirse sin cargar para nada las tintas que la
mayoría de los universitarios de hoy en día se consideran realmente
superfluos tanto en el ámbito intelectual como en un nivel más
personal. No piensan que su papel trascienda mucho más allá de
lograr unos grados académicos para perpetuar quizás el estatus
social de sus progenitores. No les interesa la política, ni leen los
periódicos salvo las crónicas deportivas, los anuncios de
espectáculos y algunos cotilleos. Pensar es peligroso, dicen, y se
conforman con divertirse. Comprometerse es arriesgado y se
conforman en lo afectivo con las relaciones líquidas de las que con
tanto éxito ha escrito Zygmunt Bauman.
Resulta muy peligroso -para cada uno y para la sociedad en general-
que la gente joven en su conjunto haya renunciado puerilmente a
pensar. El que toda una generación no tenga apenas interés alguno
en las cuestiones centrales del bien común, de la justicia, de la paz
social, es muy alarmante. No pensar es realmente peligroso, porque
al final son las modas y las corrientes de opinión difundidas por los
medios de comunicación las que acaban moldeando el estilo de vida
de toda una generación hasta sus menores entresijos. Sabemos bien
que si la libertad no se ejerce día a día, el camino del pensamiento
acaba siendo invadido por la selva, la sinrazón de los poderosos y las
tendencias dominantes en boga.
Pero, ¿qué puede hacerse? Los profesores sabemos bien que no
puede obligarse a nadie a pensar, que nada ni nadie puede sustituir
esa íntima actividad del espíritu humano que tiene tanto de
aventura personal. Lo que sí podemos hacer siempre es empeñarnos
en dar ejemplo, en estimular a nuestros alumnos -como aspiraba
Wittgenstein- a tener pensamientos propios. Podremos hacerlo a
menudo a través de nuestra escucha paciente y, en algunos casos,
invitándoles a escribir. No se trata de malgastar nuestra enseñanza
lamentándonos de la situación de la juventud actual, sino que más
bien hay que hacerse joven para llegar a comprenderles y poder
establecer así un puente afectivo que les estimule a pensar.


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